En la Constitución Española de 1978 (CE 1978) existen dos artículos que entran en conflicto y entre los que se ha intentado establecer un equilibrio de suyo inestable. Declaran, respectivamente, el derecho al trabajo y el derecho a la libre empresa. El primero es mucho más ambiguo, y se ha querido interpretar de diversas formas, según los intereses en juego. Así, se lo ha querido ver como un contrapeso al derecho de huelga, en el sentido de que también hay un derecho a no seguir la huelga, esto es, un derecho a trabajar que hipotéticamente podrían conculcar los piquetes, y se trataría de prohibirles legalmente el hacerlo, para lo que, en consecuencia, se los califica en nuestro país de informativos, subrayando así que no deben de intimidar. Esta interpretación no se sostiene, toda vez que al derecho de huelga la propia CE 1978 lo adjetiva de fundamental, mientras que al derecho al trabajo no. En técnica jurídica, al parecer, la diferencia consiste en que el derecho fundamental puede ejercerse directamente, sin necesidad de legislación orgánica que lo desarrolle, en tanto que el derecho constitucional pero no fundamental necesita de dicha legislación para poder ejercerse. De ahí que nunca haya dejado de ejercerse el derecho de huelga aun cuando no hay ley de huelga que la regule, entre otras cosas porque los sindicatos se han opuesto (porque podían hacerlo) a que la haya. En otras palabras, incluso sin llegar al extremo de la violencia física, cuyo monopolio pertenece en un Estado de derecho a los poderes públicos, hay muchas coacciones que los piquetes de huelga pueden ejercer, coacciones que naturalmente ejercen y que hacen de su calificación de “informativos” un verdadero eufemismo. Y es que, en esta interpretación, el derecho al trabajo no está regulado, circunstancia que lo convierte en papel mojado.
La segunda interpretación del derecho constitucional al trabajo afirma que nadie puede ser arbitrariamente desprovisto de sus medios de subsistencia. En este sentido, un trabajador asalariado, que desempeña decentemente su trabajo, no puede ser despedido sin motivación alguna; motivación que debe ser sustanciada ante la autoridad competente, en unos casos judicial, en otros administrativa. Este es el derecho constitucional pero no fundamental al trabajo que desarrolla, como es preceptivo, el Estatuto de los Trabajadores. Y es esta regulación la que permite afirmar que el despido no es libre en España, aunque es cierto que puede llegar a producirse al final de un proceso en el que se ha demostrado judicialmente que es injusto, es decir, arbitrario, sin otra motivación que la voluntad del empresario de llevarlo a cabo, porque otra cosa sería dejar sin efecto el derecho a la libre empresa, que también reconoce la CE 1978.
Es así como el Estatuto de los Trabajadores, de forma tan alambicada, ha establecido un equilibrio inestable entre dos derechos, a la vez constitucionales y no fundamentales, que se contradicen mutuamente. Inestable, porque para el empresario es una costosa cortapisa, en tiempo y dinero (hay unos salarios de tramitación durante el proceso legal), el tener que pasar por una o varias instancias oficiales para llegar a un punto al que se ha propuesto llegar en todo caso. De ahí deriva la permanencia de la reivindicación del despido libre en el programa de la patronal española, que ante cualquier situación de dificultad ve en su consecución una fuente de posibles ahorros, que serían de mayor o menor ayuda para la supervivencia de la empresa. De otro lado, sin embargo, está la exigencia constitucional de coherencia entre las normas legales: establecer el despido libre, por más que fuera indemnizado, supondría vaciar de todo contenido un derecho constitucional, el derecho al trabajo. Un incómodo precedente, en el mejor de los casos.
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